29 de diciembre de 2010

Instante

Hace poco un lector anónimo, en principio científico experto, que leyera uno de mis escritos pretendidamente serios, muy molesto me decía que yo no sabía nada del Tiempo. Su reacción me sorprendió, no porque fuera un desatino, sino porque dio en el blanco: en efecto, yo no sé nada del Tiempo. Vivo en él o él vive en mí, pero vivir y saber son cosas diferentes. También me desconcertó que me creyera capaz de semejante vanidad, digo, la de creer que sé algo del Tiempo y, peor aún, que me atreviera a gritarlo a los cuatro vientos (aunque las revistas científicas son más bien una brisa ligera atrapada en un sótano). Acaso mi manera de decir las cosas le pilló desprevenido y creyó ver una aspiración ambiciosa y desmedida allí donde sólo había una modestia escasamente ilustrada. Incluso, no vio que lo poco que yo decía sobre el Tiempo lo hacía a través de las palabras de otra persona que, al menos para mí, sí que tenía bien sabido no qué cosa es el Tiempo, sino cómo imaginar los asuntos temporales. Me refiero a Gaston Bachelard. Lo cierto es que en el escrito de marras yo confesaba que para comprender ciertos aspectos de la vida conviene más un tiempo muy breve que un tiempo dilatado. Eso, repito, disgustó a mi evaluador, recomendándome como quien corta el aire violentamente con su látigo que asumiera de una vez por todas que el Tiempo, el único que existe, es el segundo. El primero no es más que una argucia retórica para sostener mis perogrulladas. La verdad, me entristeció su reacción, no porque refutara mis argumentos o porque descalificara lo poco que sé de nada, sino porque pensé que ha de ser difícil vivir pensando que existe una sola cosa y solamente esa y que si se quiere hablar de otra se debe demostrar que se posee un conocimiento pormenorizado de esa alternativa. Una persona así creo que no es capaz de comprender lo que le sucede a tanta gente a las 12 de la noche del 31 de diciembre. Afortunadamente, los seguidores de este blog son más plurales y aunque saben que el tiempo pasa, también saben que el tiempo, a veces, se detiene y nos da la oportunidad de formular en menos de un segundo una docena de deseos  De mi parte espero que disfruten ese instante y que el resto vaya de maravilla.

24 de diciembre de 2010

Cerebro

Muchos años llevo ya estudiando la psicología, acaso sin éxito, y en tanto tiempo y lecturas no me enteré del extraño caso de la cabeza de Bouso, muy bien reportado por Cunqueiro en un librillo jocoso y veraz, para los que gustan de reír e imaginar, llamado con tino «La otra gente». Hallábase este señor Bouso degustando un pulpo cuando un vecino de mesa pero no de país se lo vino a criticar. Disgustado, Bouso quiso irse a las manos con el criticón, pero éste le ganó el cuello y le sacudió la cabeza con tal fuerza que le desvencijó los huesos. Bouso perdió la conciencia por quince minutos exactos, según cuenta Cunqueiro, y al cabo de ese tiempo volvió en sí, pero al mover la cabeza le sonaba como maraca. Así que con la ayuda de su mujer, fue a ver al médico para que volviera a pegarle los huesos sueltos. El médico, muy acertado, le practicó una operación sencilla, aunque delicada: le puso parches de cera caliente en la región occipital, de modo tal que el espíritu caliente de la cera pasara al interior. Agitó con precisión la cabeza de Bouso y con tiempo y paciencia los huesos se pegaron todos. Bueno, no todos; uno quedó suelto. Cosa que Bouso no notó inmediatamente, sino a los días. Puesto que le resultaba muy molesto sentir este huesillo rodar dentro de su cabeza, volvió al médico. Éste le dijo que se trataba de un hueso sobrante, y le dio unos polvos a Bouso para que estornudara fuerte y desde arriba. Así lo hizo y no tardó en salirle por la nariz el hueso aquel que parecía de ala de pollo. El médico, rectificando el diagnóstico, dijo que al no ser hueso de humano salía sobrando. Bouso mejoró, pero la cabeza le quedó pesada en la parte posterior, donde habían quedado muy bien pegados todos los huesos.

23 de diciembre de 2010

Bueno

No sé cuántas veces he dicho que la idea de un Dios que decide nacer y luego morir a sabiendas de que lo uno y lo otro, en su caso, no es posible, siempre me ha resultado atractiva. De la primera decisión hablaré ahora; de la segunda, hablaré luego, en su momento, durante lo que se conoce como Semana Santa. Como bien se sabe, el único dato fidedigno sobre este acontecimiento fue dictado por su protagonista a cada uno de los cuatro autores que lo documentaron, así que su contenido es preciso y no falta nada, que es lo propio de los milagros. El dato tiene forma de libro cuádruple y lleva por nombre «La buena nueva». Lamentablemente, nadie o pocos la tomaron por tal y el desenlace es harto conocido. En el caso del nacimiento la cosa no fue tan grave como en el caso de la muerte. Hubo sí una tragedia colateral, la matanza de los inocentes, pero la posteridad ha conservado el lado festivo, es decir y repito, el nacimiento de un Dios. Anualmente, desde hace poco más de dos mil años, millones de personas alrededor del mundo lo celebran. Eso sí, con el paso del tiempo la celebración se ha ido secularizando y el Dios aquél se ha desdibujado. De él solamente queda una figurilla de arcilla con forma de niño recién nacido que, según sea el caso, forma parte de una escena arquetípica, también de arcilla y musgo, que representa el nacimiento tal como sucedió cuando y donde sucedió. Con el Dios borroso y casi ausente pero con la celebración en ristre, cada cual ha escogido un camino para hacer su fiesta. Algunos compran, otros regalan, otros tantos adornan, aquí y allá alguien se dedica a recordar y algún otro a renovar. Cada uno a su manera celebra algo y lo hace con un ánimo que exige la inclusión del Otro.  Por alguna razón, las fiestas de la buena nueva exigen cierta colectividad. La soledad no es bienvenida y si se da ha de ser por la fuerza de las circunstancias; nunca por la voluntad. A la fiesta también se suma una razón que también siempre me ha llamado la atención: la cuestión del tiempo. La gente celebra que al año acaba y que comienza otro y con éste también ha de comenzar un tiempo venturoso. La celebración, entonces, no es sólo cosa de estar con los demás, sino de re-configurar la esperanza. La gente formula buenos deseos. Si yo fuera Walt Whitman el mío sería el de todos: que pasen felices fiestas y que el próximo año sea bueno.

13 de diciembre de 2010

Enesco

La ignorancia es hiedra; nosotros, muro donde adventicia y sarmentosa prospera. Hace poco me encontré con un disco de dos desconocidos quienes a su vez interpretan las composiciones de otro desconocido más. Me refiero a Lucian Ban y a John Hébert, músicos franceses que decidieron re-imaginar parte de la obra del rumano George Enesco. Nacido en Liveni, en 1881, Enesco vivió unos largos 74 años hasta que la muerte le sobrevino mientras residía en París. Aunque pudo haber sido fácil que Enesco se dejara influenciar por sus brillantes contemporáneos —entre ellos Ravel—, prefirió seguir sus propias ideas (o a su corazón) y se dedicó a estudiar la música folklórica de Rumania, permitiendo así que los aires gitanos se pasearan por la música académica como Pedro por su casa. Puesto que mi ignorancia es la hiedra aquella, no tengo criterios para comparar ni para valorar el status estético de sus trabajos. Sí me atrevo a decir que Aria y Scherzino para Violin, Viola, Cello, Bajo y Piano, compuesta en 1909, es una verdadera belleza.

2 de diciembre de 2010

Potter

Un día después de su estreno vi «Harry Potter y las reliquias de la muerte». Confieso que no soy potteriano, es decir, no me sé de memoria los nombres y biografías de los personajes ni tampoco tengo a mi disposición mnémica el catálogo de objetos y lugares que conforman el mundo magistralmente creado por J.K. Rowling (aunque sospecho que la autora en algún momento tuvo contacto con «Kiki’s Delivery Service» de Miyazaki [1989] o, antes, con la novela homónima escrita por la también japonesa Eiko Kadono y publicada en 1985, es decir, 12 años antes de la publicación de «Harry Potter and the philosopher stone»). No obstante, he leído las siete partes que componen la historia y de la cual «…las reliquias…» es ya la última. Imagino que no fue posible hacer un guión unitario y por eso el final está compuesto a su vez por dos partes. Esta composición convierte este comienzo del final en una preparación lenta y, al menos para mí, tediosa del trepidante desenlace que casi todos conocemos. Dicho de otra manera, en la parte uno de las reliquias no pasa nada visualmente memorable, a no ser la manera como se relata la fábula de los tres hermanos y la muerte. Del resto, solo nos queda esperar la puesta en imagen del final definitivo.

Biutiful

Hace un par de horas vi «Biutiful», el film más reciente del director mexicano Alejandro González Iñárritu, conocido por su ya clásica «Amores perros». No puedo decir que me gustó, pero tampoco puedo afirmar lo contrario. Es una obra que, según mi opinión, tiene sus partes bien puestas. El problema es que le faltó una que me conectara estéticamente con ella. La historia es exageradamente dramática y aunque le hace cierto guiño a los asuntos sobrenaturales, el drama tiene su fuerte en el tratamiento que le da a eso que muy rápidamente llamamos realidad. Es muy fácil calificarla de cruda y desde el principio me atrevería a decir que golpea al espectador. La cámara se acerca casi pornográficamente a la desnudez de los acontecimientos y llega un momento en que queda claro que las cosas siempre pueden empeorar. En ese sentido, «Biutiful» no se preocupa en absoluto por la esperanza. Todo lo contrario, en ella la vida se dirige más temprano que tarde hacia la muerte, y el camino está plagado de calamidades irremediables. En la vida hay más material para llorar que para reír, parece decirnos González Iñárritu. El protagonista,  encarnado convincentemente por el chato Javier Bardem, es una especie de Robin Hood lumpenizado, y valga el término, que no logra ni quitarle a los ricos ni darle a los pobres. Es un hombre más bien infeliz a quien todo le sale mal. Su vida transcurre en Barcelona, pero no la que los turistas desean conocer, sino la Barcelona marginal, sucia y oscura, donde los hombres y mujeres infames fraguan como pueden su cotidianidad. En términos propiamente fílmicos, la dirección de González Iñárritu es impecable, las actuaciones están muy bien logradas y el guión, aunque muy dado a los primeros planos y a la fotografía con aspiraciones góticas o con ganas de captar el lado escarapelado de la imagen, no deja de ser simbólicamente eficiente. Finalmente, la banda sonora es tan lóbrega como todo lo demás. En definitiva, es una película que hay que ver con el corazón bien puesto; yo, que lo tengo donde siento que debe estar, salí de la sala un poco abatido por tanto afecto triste. La belleza, cuando se escribe mal, se ve como Biutiful.

El dinero

He estado callado durante los últimas días, no porque no hubiera nada qué decir, sino porque todo lo que hay por decir es al mismo tiempo excesivo y desalentador. No sé si tiendo a ver las cosas desde una perspectiva asaz elemental, pero todo este rollo de la crisis, aunque tiene unas manifestaciones concretas en la vida cotidiana, tiene mucho de artificial o, mejor dicho, de realidad especiosa. A ver si me doy a entender. Los seres humanos en un determinado momento de su devenir histórico llegaron a esta conclusión: no basta con tener sed y que haya agua para saciarla. Entre una cosa y la otra debe existir algo que en sí mismo no tenga nada que ver ni con la sed ni con el agua, pero que valga por la una y por el otro. Así nació el dinero. Con el paso del tiempo, esta equivalencia, aparentemente práctica, comenzó a funcionar liberada de su idea y el valor se invirtió. Es decir, en lugar de comenzar por la sed y por el agua para luego llegar al dinero, se parte del dinero, eventualmente o nunca se pasa por la sed y por el agua, y se llega nuevamente al dinero mismo. En pocas palabras, hoy el asunto de la realidad comienza y acaba en ese valor que desvaloriza todos los valores. ¿A qué se debe esto? Pues a una de las cosas más tontas que ha hecho la humanidad. Me explico: el dinero, que no se produce como la sed o como el agua, esto es, de manera natural, lo producen los mismos humanos por medio de unas máquinas ad hoc, pero para que su valor tenga sentido producen poco o, en todo caso, producen una cantidad tal que no todos los humanos pueden tenerlo. Peor aún, esa cantidad limitada, generada ex profeso, se distribuye de manera exageradamente desigual entre los pocos que logran disfrutar de ella. Puede haber una persona dueña de una cantidad que haría un bien a miles de personas que a su vez, todas juntas, no tienen ni una centésima parte de lo que tiene aquélla. Como ya se sabe, a la primera la llaman «rica» y a las segundas «pobres». Este proceso se ha hecho tan complejo que el grueso de nuestras vidas está regido por los movimientos cuasi-autónomos y por lo general ignotos de esas cantidades limitadas de dinero distribuidas sin ningún tipo de equidad. Si pensamos por un momento en la figura de la bolsa de valores, se entiende fácilmente esto que digo. En ese lugar (en la bolsa) no pasa nada: simplemente los asistentes se enteran de que en otros lugares el dinero está determinando qué vale más y qué vale menos, donde ese «qué» suele referirse a más o a menos dinero. Curiosamente, aunque esa red financiera funciona desde sí y para sí y en unas escalas que pocos mortales alcanzan a manejar, puede hacer que mañana suba el kilo de tomate. Dicho esto, pienso que ya es momento de tomar otras decisiones e idear otro valores que estén más cerca del uso que del intercambio por el intercambio mismo.