21 de septiembre de 2013

Nube


Ayer asistí a una conferencia que, extrañamente, no despertó en mí el más mínimo interés. Por lo general, veo pasar una hormiga y se activa mi curiosidad, pero en esta ocasión el conferencista y su tema no lograron alterarme en absoluto. Sé que lo más respetuoso hubiera sido retirarme, pero no lo hice. Escuché hasta el final todo lo que aquella persona dijo como quien mira pasar una nube: uno sabe que es una nube pero nunca puede decir qué forma tiene o, cuando logra decirlo, la nube ya tiene otra. En este sentido, confieso que por el lapso de algo más de una hora decidí permanecer dentro de lo que Virginia Woolf llamaba “territorio sin sustancia”. El ponente se presentó trajeado, con pelo engominado y con barba y bigotes como los que Marcel Duchamp le pintara a la Mona Lisa. Luego, con voz lenta, chata y gorjeando en la “R” desplegó un argumento más bien simple y, al menos desde mi punto de vista, nada novedoso: Hay grupos de personas que la Iglesia Católica cuestiona y rechaza. No obstante, unas insisten en seguir con sus prácticas religiosas a espaldas de la Institución y otras tratan de subvertirla. Su conclusión fue esta: Las personas excluidas de la Iglesia han decidido conformar religiones personalizadas, es decir, religiones cuya realización no depende del colectivo sino de las preferencias individuales: “Creo de modo tal que mi creencia no contradiga mis opciones existenciales.” Esa conclusión me produjo, como ya dije, una sensación de insubstancialidad que no sé explicar, como si todos sus argumentos y sus esfuerzos metodológicos para construirlos al final sólo hubieran logrado perfilar un truismo. Quiero pensar que el trabajo de ese señor es más profundo e interesante de lo que pudo mostrar durante su conferencia, y me hubiera gustado que mi atención hubiera trasvasado su look hasta alcanzar su quid que seguro era rico, complejo e interesante como todo lo que tiene que ver con la relación que el ser humano ha establecido con sus deidades.