24 de octubre de 2015

Corrupto

Acabo de ver un video de dudosa veracidad que, a pesar de eso, me resultó indignante. Una persona, que afirma haber sido fiscal de una república cuyo nombre ya no existe, confiesa que durante el juicio donde al final se condenó a más de una década de prisión a un activista político, hizo valer como verdaderas pruebas que eran falsas. Este fiscal arguye que sus actos fueron producto de presiones provenientes de sus superiores y de lo que él llama “el ejecutivo nacional”, i.e., el presidente de esa república. Exilado y protegido por un gobierno extranjero, el ex-fiscal sube a YouTube un video evidentemente casero y, además de su terrible confesión, advierte que si algo malo le llegara a pasar a él o a su familia, el responsable sería el gobierno que en otro momento le hizo cometer perjurio. ¿Por qué me resulta indignante? Porque este señor, con un tono entrecortado, una dicción maltrecha, una argumentación paupérrima y, a juzgar por su performance, un dominio casi nulo del derecho, era fiscal, es decir, era la persona que representaba y ejercía el ministerio público en los tribunales, pero al escucharla hablar uno no piensa en alguien con las competencias necesarias para administrar la justicia; todo lo contrario, nada en esa persona parece ni justo ni competente. Prueba de ello es que no tuvo la suficiente entereza moral para negarse a falsear la evidencia. No digo que tenía que salir al ruedo y denunciar la corrupción de los jueces y del ejecutivo nacional, sino que al menos pudo haber dimito: Prefiero renunciar a pervertir mi ministerio. Pero no fue así. Cedió a las presiones y el inocente ahora está en la cárcel. El fiscal corrupto sigue libre y, al menos en apariencia, no pagará por su crimen. Aclaro que la inocencia que atribuyo al condenado se basa en la declaración misma del fiscal: si tuvo que presentar pruebas falsas es porque no había pruebas patentes y, en consecuencia, no había delito que demostrar o no se podía demostrar que los actos del acusado en efecto eran punibles. ¿Cuántos elementos como ese seguirán activos en el sistema judicial de esa república? ¿Cuántas pruebas falsas estarán siendo ideadas por ese ejecutivo nacional? ¿Esas personas capaces de condenar a partir de pruebas falaces son dignas de gobernar un país?

2 de octubre de 2015

Zapata

Seis meses tarde me he enterado de la muerte de Pedro León Zapata. Había alcanzado ya los 85 años, así que no creo que me censuren si digo que tuvo una vida larga. No sé mucho de su biografía y jamás lo vi en persona. A Zapata lo conocí como figura cultural, como un hito de la historia del siglo XX venezolano, condensada en sus caricaturas. Con un tino que en muy pocos he visto, Zapata podía resumir en un dibujo y unas pocas palabras, acontecimientos realmente complejos de la vida nacional. Esa virtud seguro lo mantendrá en la memoria de sus compatriotas acaso por siempre, pero también fue la responsable de que resultara antipático a los ojos del poder. Desde mi punto de vista, esa es la más digna de las antipatías, la que se logra denunciando abiertamente los desmanes de quienes deberían procurar el bienestar de la sociedad y hacerlo despertando la hilaridad del público y al mismo tiempo su consciencia. Pero, aparte de su arista pictórica y de cronista de la actualidad, Zapata cuando hablaba demostraba ser también un humorista de primera, muy fino, muy agudo. Lo recuerdo en aquellos buenos tiempos de Rueda Libre; un programa radial realmente delicioso, que realizaba hacia el mediodía junto con Orlando Urdaneta y Graterolacho. Con su muerte siento que Venezuela pierde una mirada que siempre añadió una sonrisa a la sensatez. Sí, con Zapata muere un humor sensible y perspicaz en un país que cada día es más bruto, más circunspecto y más desgraciado.