31 de julio de 2016

Afinidad


Cuando vivía en Caracas y no existía internet, o existía pero su uso abierto aún no se implementaba, compraba CDs de carne y hueso (y antes, LPs). Puesto que vivir en un país del tercer mundo implica pertenecer a una sociedad basada en la desconfianza y en la reducción al mínimo de los derechos (cualquier derecho), tenías que comprar el disco sin saber qué estabas comprando. Es decir, no estaba permitido hacer una prueba para saber si te interesaba o no. Lo comprabas porque ya lo conocías, porque te lo habían recomendado o, como hacía yo muchas veces por aquel entonces, por ánimos de experimentar. Uno de esos experimentos se llamaba Affinity Plays Ornette Coleman's Little Symphony and Eight Other Modern Jazz Classics. El sello discográfico era, según mi percepción, artesanal: Music & Arts. Y los músicos eran para mí perfectos desconocidos: Joe Rosenberg en el saxofón soprano, Rob Sudduth en el saxofón tenor, Richard Saunders en el bajo y Bobby Lurie en la batería. Fue grabado en el año 1993, pero yo creo que lo adquirí unos 3 años más tarde. He de decir que el experimento resultó ser un acierto. El disco se convirtió inmediatamente en uno de mis favoritos, y hoy en día es uno de mis 10 discos favoritos de todos los tiempos. Algunos aficionados al jazz serios tal vez piensen que exagero, pero de verdad, para mí, el disco reúne casi todos los atributos de una obra maestra del género, desde selección de los temas, pasando por los arreglos y, lo más importante, el carácter magistral de las interpretaciones. La calidad del sonido, debido a la época y a la modestia del sello, no puedo decir que sea de primera, pero con un buen equipo se le puede sacar partido. Lo cierto es que esta mañana, quién sabe por qué, desperté pensando en este disco y decidí buscar otras grabaciones de los mismos músicos. Descubrí que el líder del grupo era Rosenberg y que grabaron otros dos tributos. Uno a Ornette Coleman, incorporando a la banda al gran Dewey Redman, y otro dedicado a Eric Dolphy incorporando sorpresivamente a Buddy Collette. Aún no los escucho, pero imagino que la experiencia estética no pertenecerá al orden de la decepción. A Rob Sudduth lo he seguido escuchando sin saberlo. Forma parte de un par de discos de Ben Goldberg que me encantan: Unfold Ordinary Mind (2013) y Orphic Machine (2015), este último ha sido muy elogiado por la crítica y a mí también me parece una obra maestra. De los otros dos músicos no encontré nada más; bueno, a Lurie tocando en otro disco de Affinity que se llama This is our lunch y que no he conseguido para escucharlo. Tengo, pues, por delante el plan de aderezar con una novedad que ya no es nueva ese bonito recuerdo de mis pininos en esto de escuchar un género que a tanta gente fastidia y que, providencialmente, están asociados a la palabra afinidad.

20 de julio de 2016

Relato


Tengo una tía. En realidad, tengo varias, pero viven lejos y las visito poco, así que las he olvidado. Esta tía de quien les hablo, la única para mí, es una mujer terrible. Delgada y bonita, los años casi no han dejado huella ni en su rostro ni en el resto de su cuerpo. Es una lectora voraz, cosa que la ha hecho locuaz, aunque nunca habla más de la cuenta. Ha viajado por gran  parte del mundo, y allí adonde ha ido ha dejado amistades entrañables. Recibe cartas por montón y llora cuando las lee. Mi tía es sensible y al mismo tiempo racional. Nadie le gana al ajedrez y la poesía la pone sentimental. Le gusta la música, siempre y cuando no tenga una fuerte marca ideológica. Odia los partidos, las banderas, los líderes. No obstante, cuando trata con políticos sabe ser diplomática, incluso encantadora. Tiene dinero suficiente para vivir cómodamente y permitirse algunos lujos. En fin, mi tía es un dechado de virtudes. Su único defecto es que siempre ha querido hacer de mí un hombre de bien. Hasta ahora no lo ha logrado. La razón es simple: su perfección no me resulta ejemplar sino repulsiva. No quiero ser como ella. A ver, viajo, leo, soy elocuente aunque discreto, tengo muchos amigos en muchos países, tiendo al patetismo pero también a la lógica, al ajedrez sólo me vence mi tía, y tampoco tolero la demagogia y el populismo, pero no soy como ella. No nos parecemos en nada.

Capital


Hay memes de memes. Hace poco leí uno que decía esto: Cuando compras en un pequeño comercio, no estás ayudando a que un CEO se compre su tercer apartamento en la playa. Ayudas a una niña a pagar sus clases de baile, a un niño a comprar su camiseta de fútbol, y a papá y mamá a traer comida a la mesa. La persona que lo publicó la tengo en muy alta estima y, hasta donde la conozco, es una luchadora social con cierta claridad de conciencia. No obstante, mucho me temo que al publicar este meme y, en consecuencia transitiva, al estar de acuerdo con lo que dice, ha pasado por alto el contenido burgués del mensaje. Aclaro que no digo burgués de manera peyorativa, sino como un rasgo de clase. ¿Por qué habría de colaborar alguien para que un tendero lleve a su hija a clases de baile o le compre a su hijo una playera del Barcelona Fútbol Club? ¿A qué valores de clase responden esas finalidades? ¿Cuántos clientes de un pequeño comercio pueden hacer algo así por sus propios hijos? Y si quieren hacerlo, ¿el señor o señora dueños de ese comercio colaborarían con ella? Por otro lado, el meme también olvida cuál es el origen de la lógica capitalista. El pequeño comerciante no es bueno en sí mismo porque haya grandes comerciantes malos en sí mismos. El pequeño comerciante es ya un capitalista y, a su escala, siempre saca una ganancia de los productos que vende y parte de esa ganancia, también a su escala, la acumula como cualquier capitalista. Además, si los clientes dejan de comprar a los grandes capitalistas, forzosamente deben comprarle al pequeño comerciante. Si el pequeño comerciante tiene una clientela cautiva (en el sentido que a él y sólo a él le compra), entonces sus ganancias aumentarán significativamente y el excedente a acumular será mayor. Por tanto, se convertirá en un gran comerciante al cual no tendremos que comprarle para favorecer a otro pequeño comerciante y vuelta a empezar. Aclaro nuevamente que no se trata de no comprar, sino de tener presente cuál es el proceso que se está favoreciendo. Rápidamente, cuento una anécdota de mi infancia. El barrio donde crecí era un barrio pobre. Quedaba en los márgenes de la ciudad, así que la mayoría de las personas hacían su vida ahí sin sentir necesidad de salir. Sólo lo hacían para ir al trabajo. El barrio tenía una sola tienda que vendía, básicamente, alimentos y, en general, productos de primera necesidad. Yo de vez en cuando jugaba con el hijo del tendero, a quien todos despreciaban. El desprecio se basaba en que en un contexto de grandes carencias, el tendero y su familia parecían tenerlo todo. No eran ricos, pero era evidente que las ganancias de la tienda les permitía tener más que cualquiera de nosotros. El hijo, por ejemplo, tenía una bicicleta en un lugar donde tener una formaba parte de un sueño inalcanzable. Mientras yo jugaba con unos trozos de madera con cuatro clavos que en mi imaginación era un cochecito, el hijo del tendero tenía coches a escala con los que me fascinaba jugar cuando estábamos juntos. Él parecía no entender mi admiración por aquellos objetos porque para él era natural tenerlos. En fin, la anécdota viene al caso porque sus juguetes, como las clases de baile o la playera del Barça del meme, provenían del trabajo de mi papá y de todos los que por única opción teníamos la tienda de su papá. El mío trabaja de noche y yo solo lo veía cuando llegaba a casa y mientras dormía, recuperándose para su próxima jornada. Pero siempre llegaba con algo que le compraba a nuestro tendero y que eventualmente se convertiría en lo que a mí no me podía comprar. No sé si mi padre hacía una diferencia o luchaba contra un remoto, ignoto y perverso CEO al comprarle al tendero del barrio, sí sé que queriendo o sin querer colaboraba con la vida burguesa de ese tendero y de los suyos.

18 de julio de 2016

Lucha


Hace poco sostuve una conversación  encantadora y, al mismo tiempo, triste con la mayor de mis sobrinas. Está casada y es madre de tres hijos, uno de ellos aún no ha cumplido su primer año. Me contaba lo terrible de la situación en Venezuela. Los dos problemas más graves, según ella, son la escasez de alimentos y el alto grado de violencia. En Venezuela, hoy, por un lado, no hay qué comer y, por el otro, proliferan los robos, asaltos, secuestros y asesinatos. Mi sobrina se ha planteado seriamente dejar el país, pero, primero, no quiere y, segundo, piensa que una familia de 5 miembros no es bienvenida en ningún país. Entonces se queda y lucha todos los días para conseguir el sustento de ella y de los suyos. En un primer momento, pensé que mi sobrina se había resignado, que al no poder luchar contra lo ineluctable aceptaba amargamente la derrota y trataba de sobrellevar una vida que no le gusta. Luego, al verla reírse de la desgracia nacional (no con risa de burla, sino con esa risa que produce el absurdo cuando llega a extremos insospechados), pensé que su espíritu de lucha nada tiene que ver con la resignación y menos aún con la derrota. El país no ha vencido a mi sobrina. Todo lo contrario, la ha convertido en una mujer vitalista, que quiere vivir más allá y a pesar de las personas que le hacen la vida imposible. Imagino que la maternidad la impulsa a seguir, pero también la fortaleza y la integridad interiores que se resisten a ceder ante las pobres y tristes acciones del gobierno nacional. Tiene tres hijos por los cuales luchar y por quienes vale la pena padecer las penurias generadas por los desmanes de uno de los peores gobiernos que ha tenido Venezuela, pero también se tiene a sí misma. Como ella, seguramente hay miles de venezolanos, que cada día se levantan y ven un campo de batalla asolado allí donde antes bullía la vida, se movían libremente y las carencias (que siempre las hay) no amenazaban directamente con acabar con su existencia, y a pesar de ello siguen luchando.