18 de julio de 2016

Lucha


Hace poco sostuve una conversación  encantadora y, al mismo tiempo, triste con la mayor de mis sobrinas. Está casada y es madre de tres hijos, uno de ellos aún no ha cumplido su primer año. Me contaba lo terrible de la situación en Venezuela. Los dos problemas más graves, según ella, son la escasez de alimentos y el alto grado de violencia. En Venezuela, hoy, por un lado, no hay qué comer y, por el otro, proliferan los robos, asaltos, secuestros y asesinatos. Mi sobrina se ha planteado seriamente dejar el país, pero, primero, no quiere y, segundo, piensa que una familia de 5 miembros no es bienvenida en ningún país. Entonces se queda y lucha todos los días para conseguir el sustento de ella y de los suyos. En un primer momento, pensé que mi sobrina se había resignado, que al no poder luchar contra lo ineluctable aceptaba amargamente la derrota y trataba de sobrellevar una vida que no le gusta. Luego, al verla reírse de la desgracia nacional (no con risa de burla, sino con esa risa que produce el absurdo cuando llega a extremos insospechados), pensé que su espíritu de lucha nada tiene que ver con la resignación y menos aún con la derrota. El país no ha vencido a mi sobrina. Todo lo contrario, la ha convertido en una mujer vitalista, que quiere vivir más allá y a pesar de las personas que le hacen la vida imposible. Imagino que la maternidad la impulsa a seguir, pero también la fortaleza y la integridad interiores que se resisten a ceder ante las pobres y tristes acciones del gobierno nacional. Tiene tres hijos por los cuales luchar y por quienes vale la pena padecer las penurias generadas por los desmanes de uno de los peores gobiernos que ha tenido Venezuela, pero también se tiene a sí misma. Como ella, seguramente hay miles de venezolanos, que cada día se levantan y ven un campo de batalla asolado allí donde antes bullía la vida, se movían libremente y las carencias (que siempre las hay) no amenazaban directamente con acabar con su existencia, y a pesar de ello siguen luchando.

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